domingo, 24 de mayo de 2015








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martes, 20 de enero de 2015

Radiografía de la pampa > Reseña Carolina Esses Revista Ñ Clarin.com

Radiografía de la pampa

La reflexión sobre el paisaje está en el núcleo de esta primera novela de la escritora argentina Vanesa Guerra.

por Carolina Esses







Hace ya varios años que el campo –la llanura, el desierto, pero también el universo del pueblo chico– ha sido escenario y objeto de la novelística de mujeres. Autoras como Selva Almada, Maristella Svampa, Matilde Sánchez o Mercedes Araujo parecieran querer apropiarse de la reflexión en torno a un paisaje que, salvo excepciones como el de Sara Gallardo, durante años estuvo dominado por el discurso masculino. Esta primera novela de Vanesa Guerra se ubica, decididamente, en esta misma serie.

Abandonados a su propia suerte, los personajes de Cómo sopla el Serpentino cuando no canta el gallo –Don Francisco y su obsesión con el tren, la bibliotecaria, Juan Rosario y su propósito de ir más allá– intentan vivir en esa Pampa de Martínez Estrada. No en vano uno de los epígrafes que abre el texto pertenece a Radiografía de la Pampa , ese ensayo extraño y poéticamente brillante que se proponía definir la esencia misma de nuestra identidad a partir de la reflexión sobre el paisaje. Sólo que, como el rastro zigzagueante que deja la serpiente en la tierra y que queda sugerido en el título, en lugar de aquel paisaje imposible de cartografiar, aquí encuentran una posibilidad: la de las palabras que una y otra vez nombran, dan sentido, organizan la experiencia. Anima Bendita, Resistencia del Arroyo son pueblos que han quedado fuera del recorrido del tren, sin embargo a partir del lenguaje poético –sus titubeos, sus idas y vueltas, sus rodeos a la hora de nombrar– recuperan un lugar, vuelven a existir. El tono que utiliza la autora es sumamente poético; florido, recuerda el barroco de Alejo Carpentier pero también a las experiencias al límite de Luis Gusmán. Guerra es psicoanalista y se nota. Ahonda en la interioridad de los personajes, recurre al fluir de la conciencia; narra en prosa o en verso. Las canciones, los recuerdos, el presente confluyen en la recuperación del relato colectivo, esencial para responder preguntas como: ¿por qué fue que quedamos en medio del olvido? O ¿quiénes somos si nadie nos busca? La autora ofrece una versión de los hechos que se superpone con otras posibles y lo hace sin solemnidad, dejándose llevar por el hilo de las palabras –del significante, diría algún lacaniano– por el juego que proponen las palabras. A partir de un delicado trabajo con la forma recupera aquel tiempo mítico del que hablaba Octavio Paz en El laberinto de la soledad . Presente y pasado confluyen en el tiempo de la memoria y la escritura asume la potencia de una ceremonia. Como si los habitantes del pueblo se empecinaran en encontrarse, en verse ellos mismos a través de un espejo, el texto reflexiona sobre aquellos artefactos que intentan reproducir de alguna manera la realidad: los mapas –falsos, probables, imposibles–, las listas, la radio, un misterioso iconoscopio y, por supuesto, la novela. Guerra, por su parte, se empecina en demostrar la posibilidad de una utopía: la que afirma que la palabra puede nombrar aún aquello que se daba por perdido.



Fuente: reseña Ñ





miércoles, 24 de septiembre de 2014

Mercedes Araujo nos recomienda historias donde persisten las búsquedas reales y metafóricas.



Cómo sopla el Serpentino cuando no canta el gallo. Vanesa Guerra. Bajo la Luna, 2012.


por Mercedes Araujo


El tiempo es un sueño dice Martinez Estrada que pensó antes de escribir Radiografía de la Pampa. También Vanesa Guerra alguna vez dijo no hay sueños, sino seres soñados, que sueñan soñar. Y eso es este libro musical, de escritura exquisita, fruto salvaje, sueño del soñante/soñado que intenta un lenguaje para decir la pampa aunque sabe que es ese todo y nada como el relato de un viento. “El serpentino”, gran y único creador de quienes no existen sino en un mapa, un viento que hace lo suyo, lo que quiere, con el maíz, con los tomates, con las ovejas, con la gente. Pampa y decir trastabillado, como único camino para la búsqueda de un paisaje que si alguna vez lo soñamos o nos soñó, también se desvaneció para siempre y nosotros en él. Un viento y un gallo que pueden decirnos lo imposible, la gran maravilla de ser escritos e inscriptos como parte de un paisaje, una patria y una escritura que en su delicada y portentosa manera nos hace quienes somos, un animal salvaje o un gallito ciego, con muchas palabras bellas en el pico, en medio de una tierra tan desolada como imaginaria, buscando que alguien nos escuche o nos sueñe.´




Mercedes Araujo >
Literatura para encontrarnos


Mercedes Araujo nos recomienda historias donde persisten las búsquedas reales y metafóricas.


8 de setiembre 2014


inmendoza.com




dibujo > Ivana Portnoy

viernes, 22 de agosto de 2014

Un pueblo atravesado por tren que jamás se detiene por Teresa Arijón

Un pueblo atravesado por un tren que jamás se detiene <> Teresa Arijón






Un pueblo atravesado por un tren que jamás se detiene.
Un maquinista invisible que de tanto en tanto
deja caer al voleo, como anoticiando al mundo,
un periódico enrollado.
En el siempre letargo de las tardes pueblerinas,
animales y humanos se confabulan para encontrar la huella
-única, inexplorada, deseada-
que conduce ¿dónde?
Siestas interminables que son metáfora de la ensoñación.
Como Guillermo de Aquitania, 
que escribía poemas dormido a lomo de su caballo,
muchos se duermen arriba de sus mulas 
o caen imprevistos, delicados,
en los umbrales de las casas o en mitad de una calle polvorienta.
El pueblo solo en el desierto grave, 
con plaza y monolito. 
Con trazado de cinco esquinas y leyenda de engalanados fundadores
que, como llegaron, se fueron.
Y la clave de la trama que amorosamente traza Vanesa
-la verdad revelada-
escurriéndose en las patitas de un gallo coqueto.
(...)
Esta sería una acotadísima y muy modesta manera de vislumbrar lo que ocurre
o lo que, conteniendo la respiración, suponemos va a ocurrir
en Cómo sopla el Serpentino cuando no canta el gallo...
Como quien descorre un visillo y espía,
tras un cielo gris de nubes, la luz del relámpago cruzando el horizonte:
su colorida fugacidad proyectada hacia todas partes,
como la vida misma.

 Con seguridad felina, Vanesa busca la punta del ovillo, la muestra...
y después la esconde.
Juega con el lenguaje inventando nuevos juegos de lenguaje
y recuperando otros (como quería Wittgenstein).
Y el lector cautivado se abandona
al rumor de insospechados refranes, de frases que tal vez escuchó
(probablemente en la infancia, probablemente en alguna otra espiral del tiempo)
y con fruición anticipatoria
espera.

Y en esa espera gozosa oye el tictac del reloj
y el tictictic o el plaplaplaplap de las patitas del gallo del título,
el gallo de Juan Rosario,
que conoce lo que nadie conoce y cada día
transita su camino
escabulléndose de la vista y las pisadas humanas.
El gallo que, como las mulas y los caballos,
es guía y emisario de vivos y muertos.
Dueño de un saber que no tiene palabras,
portador de la esperanza del pueblo
de tener un lugar en el mapa que es un lugar en el mundo que es un destino.
El gallo naturalmente fugitivo que sólo una vez, por última vez, se dejará seguir.
Así,
 como los personajes del relato, el lector se afana en descubrir
los ocelos, las pintas, los puntitos,
las pistas que Vanesa va dejando
con pulso firme y sutil.
Porque Cómo sopla el Serpentino cuando no canta el gallo
propone graciosamente, como quien no quiere la cosa,
un enigma a resolver.
Palabras que aparecen y de pronto se sustraen
a la vista, intangibles
como senderos selváticos;
sintaxis respirada, puntuación rebelde en
narración florida, asaz exuberante,
 que nunca es fruto de un pacto archisabido con el lector,
abierta a veces con la cadencia casi invisible con que se abren los pétalos de una flor
y otras veces a machetazo limpio como las picadas en el monte,
ganándole terreno a la tierra y tiempo al tiempo.
 Minuciosa exploración del sentido
 que, una vez imantado, se disuelve.

Ardiente heredera felisbertiana en su escritura,
anticonvencional y fuerte,
Vanesa enhebra un collar de cuentas y cuentos memorables.
Y las imágenes que despliega están dotadas de esa elegancia suya
 que sabe dejar flotando en el aire pinceladas, notas, susurros, fibrilaciones:
cien velas enciende para volver a escuchar la noche desde la ventana,
asomada a la intensa oscuridad del campo; cien velas para palparla hecha de
estertores; cien para volver a olerla en el remolino de polvo perfumado de
los campos...
y el cartel que aun vencido anuncia al pueblo, ese pueblo que,
como dice el más viejo de los viejos, es el mundo,
y fuera de ese mundo no hay otro.
y la triste o dulce recurrencia de la esperanza contrariada:
parece que alguna vez se esperó que el tren trajera algo, 
parece que alguna vez se dieron cuenta de que el tren no traía nada...
hasta poner fin a todos los fantasmas y fantasmagorías
transformándose en lo más temido:
un tren que no pasa más.
Lo que llega en el tren como las piedras y la desesperanza.
Y una verdad implícita que aquí se vuelve explícita:
los campos son de la tierra, que siempre ofrece.

Un relato que se deja oír porque antes ha sabido escuchar,
donde el humor y la sagacidad impertérrita juegan su parte,
donde resuenan bienvenidos ecos de poetas amados
(Juan de la Cruz, Federico García Lorca, Atahualpa Yupanqui)
y los animales tienen el santo y seña, el ábrete sésamo, la carta brava.
Una colmena, un laberinto, un ojo de huracán.
Y de repente: big-bang.
Maneras de mirar la bondad del instante,
la perplejidad humana ante los elementos desatados,
el asombro ante unos vagones
 –¿abandonados? ¿deliberadamente puestos en escena?–
que pueden, también ellos, contener un tesoro.
Escritura que se desliza
con la atrevida precisión de un bordado
y velocísima, en ráfagas de viento y luz,
traduce la fijeza de la pampa áspera
en dimes y diretes, cabos sueltos y rabos encontrados,
chispas, fogonazos, fuegos lares,
calma chicha, chicharras,
noches infinitas en el canto de los grillos.
Vanesa busca –y encuentra– la estrella de la síntesis,
la salvaje alborada, el resuello,
la flecha del centauro en la constelación.
Y nos entrega un diamante, una diadema,
una diáspora incumplida también.
Un sueño que va del polvo al polvo.
Como quería Martínez Estrada,
mira con los ojos del que se queda cuando el tren se va.

***
Texto leído en la presentación de Cómo sopla el Serpentino cuando no canta el gallo;
Vanesa Guerra; editorial Bajo la Luna. 28 de noviembre de 2012. Casa de la lectura. Ciudad de Buenos Aires.




miércoles, 16 de julio de 2014

El gallo


"Una vez quisieron seguir al gallo, pero el gallo se dio cuenta y no dio un paso más"
pág 46
Dibujo: Ivana Portnoy
Cómo sopla el Serpentino cuando no canta el gallo. Vanesa Guerra
Editorial Bajo La Luna 2012. Buenos Aires. Argentina



ivana portnoy > expo: Cómo sopla el Serpentino...
ivana portnoy

No podemos regresar- fragmento de Cómo sopla el Serpentino cuando no canta el gallo

Cómo sopla el Serpentino...
Fragmento.

  Alrededor del camastro de la viuda —viuda cada vez más blanca y ceniza— éstos murmuran sin alharaca. Wilson ve la escena desde la ventana: un retrato del pueblo al patio, e intuye la discusión y sabe que la abuela habla de la Iglesia; mirá Ramono, mi abuela dijo que conoció una Iglesia; vos que andás mirando la torre, Ramono, como si fuera una aguja desafilada que pincha el cielo, decime de dónde creés que sacó tal cosa. Amigo —le dijo por fin Ramono— en uno de los mapas está el signo, una marquita: la cruz; si acaso existió, habría estado emplazada justo aquí, aquí, en la casa de la difunta viuda, aquí donde estamos parados; y ahí, donde tu pie rengo apoya, quizás fuera el altar de todos los sacrificios.
  Molesto, Wilson arrastrará ridículamente el pie por el patio enredado de vid y lo arrastrará por el piso del almacén y por la calle de piedra y tierra hasta cruzar el umbral de su casa. Mientras, el pueblo reunirá lo propio de uno en uno, de dos en dos y todo ojo ya habrá rengueado sobre su paso arrastrado  rabillo y desapruebo. 
  Entonces el sol comenzará a dar la vuelta final del día, un sol que nunca se vio entre tanta nube espesa y tanta lluvia derramada; Wilson intentará adivinarlo como un círculo blanco, un poco más blanco que el gris incandescente de un sol tapado, un gris blanquecino, y estará en eso cuando el gallo de Juan Rosario, sigiloso, se le acerque por detrás y le cante su cántico tardío muy al lado de los pies. Sobresaltado, lo mirará fijo y le chistará a la cresta pero el gallo gallito volverá a hacérselo otra vez, y aún una más y más tendenciosa, aunque acogotada y ronca; y esa voz, voz de gallito, gallito de alba, no quitará de encima la inquietud picotera del alma; y quizá por eso, sólo por eso, ocurrió que Doña Aurora, que ya deshacía la ochava y veía lo que estaba viendo, caminó decidida hasta Wilson y le habló como en susurro con estas palabras: ¿No entendés lo que canta el gallo? Tu amigo en grandes trabajos y vos aquí, temeroso de los muertos ¡niño!, los vivos son mucho más peligrosos que los difuntos.
  Así dijo y así se fue: de la misma manera que había llegado,
  y el gallo la siguió hasta la ochava y dieron la vuelta juntos.
  Wilson, parado y desde la tranquerita de entrada, observó la plaza como flotando sobre nubes rastreras; el monolito en su centro más unos cuantos jirones de seres que rodeaban la trunca esquina del almacén y amasaban sus formas evanescentes con leves movimientos; todos parecían uno y uno hablaba por lo bajo.

  Ahora el gallo vuelve a cantar; su canto es grito sobre el continuo rumor del pueblo. Alto el grito se acerca y retorna animoso en la garganta sedienta del gallo que cantará toda la tarde pegado a la ventana de Wilson, ranura al cielo, más larga que ancha, que también da al jardín, al jardín que ya huele a barro podrido, a vela soplada. Antes de caer el día Ramono golpeará las puertitas de madera que encierran a esa misma ventana:
  —Pero...¿qué le pasa a este bicho?
  Wilson no abre: avisa: —¡Estoy descompuesto!
  Ramono empuja los postigos y asoma la cabeza, una intromisión aceptada; el amigo, espera o espía desde la penumbra y quieto como aparición se ataja: —No me vengas con Iglesias, ni cosas raras. –Vengo porque andan diciendo que han visto a Juan Rosario yendo como de Doña Aurora.
  Y ni bien dijo eso el gallo soltó un alarido que sonó a relincho; entonces Ramono ladeó la cara y lo miró fijo
  Y el gallo hipnótico
  inmóvil
  mudo, de pico abierto
  como en vela
  vela veleta en el techo alto
  y levantó las alas y giró como trompo; voltereta y mareo y ligero, rayo centella, caminó a la tranquerita y al   llegar se dio la vuelta y devolvió una fija en la mirada.
  —Hay que seguirlo, amigo; agarrá el poncho.
  El gallo escuchó —escuchará con orejas de gallo; como en espera, paradito, ojos semiabiertos al lado de la tranquera que Ramono dejó abierta ¿qué mira? adelante, al frente, a los fondos de la casa de Juan Rosario, ahí nomás, ahí, hay un terreno que no pertenece a la familia, un terreno de nadie; ahí creció salvaje el árbol de moras, el naranjo agrio y un escuálido nogal sin nueces. Ciertos días una oveja pasta bajo escasas sombras; la dejan para que el pasto no crezca en demasía, a veces es la oveja de Damasia, otras es la oveja del Hijo de Doña María.
  Ahora, las dos ovejas, juntitas, comen la hierba.
  Es como respirar agua
  respirar nubes bajas,
  bajas la nubes,
  todo gris plomo se ve.
  Wilson mira la calle, la calle de tierra y piedra, absorto. Ramono lo ha decidido. Wilson agarra su poncho.     El gallo avanza hasta la mitad de la calle, inquietas huellitas. Como amanecer cerrado, el gallo comienza a transitar el camino del gallo y esta vez se deja seguir. Al llegar a la plaza, la gente, que rodea la trunca esquina del almacén —que íntegra y trunca vela a la viuda— hace como un extraño y pavoroso silencio. La gente los mira como sabiendo y no como queriendo saber. El padre de Damasia, puro ojo, tropezó al asomarse y se agarró del umbral y acomodó la cabeza entre otras cabezas y adhirió las pupilas con resina cuando cruzaron abiertamente la plaza. La abuela de Wilson, bajo la axila del puro ojo, mostró algunos dientes,
  —como felices...
  —¿felices? No la vi.
  Ya andaban por la calle que lleva al sur, la calle directa según el mapa, y el gallo iba dando saltitos; se podría decir que para un gallo, para cualquier otro gallo, porque hay otros gallos en el pueblo, sería como correr.
  Y dejaron atrás la plaza, la casa del Hijo de Doña María —que enfrentaba laterales con la casa de la viuda  — y la casa de Damasia —cuyos fondos tocaban los fondos del Hijo de Doña María— y cruzaron la primer calle redonda concéntrica espiralada, que en algún momento de la vuelta se convierte inexplicable en otra calle; y a medida que avanzaban era evidente que todo el pueblo estaba en la casa de la viuda porque nadie se cruzaba con ellos y no cruzarse con alguien en el pueblo era algo improbable o imposible, porque siempre hay uno haciendo algo, siempre alguno mira silencioso a través de la cortina, dejando escapar un ojo violento por la hendijita, siempre, uno—alguno sentado en la penumbra para ver sin que lo vean, para trastabillar secretos, y ahora, de pronto, el pueblo era sin su gente, sin los ojos desparramados de su gente; era un pueblo ciego en sus partes, un pueblo que había incrustado los ojos en la esquina trunca, en el recodo de la muerte: ciento y pico de ojos mirando lo mismo. Ramono goza la maravilla porque a excepción de aquella noche en la que encontró el Iconoscopio en el granero, nunca antes había caminado por el pueblo sin toparse con alguien; claro que aquella vez era de noche, y ahora, ahora era la tarde, la tardenoche, decía Wilson, una tarde copulada por la noche porque ya no se veía demasiado y el pueblo se desdibujaba en sus formas y en sus colores.
  Un rumor el pueblo. Calmo, chicho. De pronto los sonidos tomaron consistencia, espesura, porque en el fondo de la tarde y atrás, norte donde yace la plaza, las voces entonaron una tonada ronca, grave, más monocorde que melodiosa.
  Ramono imaginó un mapa hecho de sonidos: En el norte: las voces. Camino al sur: el silencio de un pueblo sin gente, el sordo sonido de casas abiertas que palpitan y esperan el regreso. 
  Cuando la noche lo cubrió todo con su oscuridad chapoteaban en la orilla de un desbordado arroyo que se había tragado el camino. No estaban tan lejos y sin embargo las luces no se veían. Ni siquiera un resplandor.
   Wilson aceptaba: —Ni de cerca se nos ve.
  Ligerito el gallo y los chicos un poco a tientas, acostumbraban el ojo sorteando alambrados rotos y orillando la falsa laguna, cuyas olitas marrones y espumosas arrastraban viejas flores de totoras podridas

Págs 70-74
Cómo sopla el Serpentino cuando no canta el gallo
una novela de Vanesa Guerra
Editorial Bajo la Luna 2012. Buenos Aires




 Gustavo Mingorance. 2012




Ivana Portnoy 2012



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Cómo sopla el Serpentino cuando no canta el gallo, una novela de Vanesa Guerra. 
Editorial Bajo La Luna 2012 Bs.As.
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